domingo, 22 de febrero de 2015

El chico bajo la lluvia



Ejercicio literario a partir del relato de Ernest Hemingway El gato bajo la lluvia






                                        
      



Eran los dos únicos americanos hospedados en aquel hotel. El resto lo componían unos cuantos turistas británicos, algunos franceses e italianos de la península. Era temporada baja. La habitación de ellos estaba en la primera planta, con vistas al mar y a la piazzetta: una plaza con soportales bordeados de palmeras y la iglesia gótica en el centro. Cuando hacía buen tiempo siempre había algún pintor con su caballete. A los pintores les gustaba el escenario que conformaban los pequeños hoteles, la luz de la isla reflejada en las vidrieras de la iglesia y el mar como telón de fondo. Pero hoy llovía. La lluvia goteaba de las palmeras y formaba charcos en los adoquines de piedra. El mar, embravecido, se confundía con la lluvia. Un camarero del restaurante del hotel contemplaba la piazzetta vacía.

La mujer americana miraba  a través de la ventana. Apenas podía distinguir los faraglioni, que quedaban ahora sumergidos en el oleaje. Justo debajo, un chico de poco más de doce años se acurrucaba contra un pilar del soportal que daba entrada al hotel.

“Voy a bajar a darle unas monedas a ese niño para que se tome un chocolate caliente en el café”.

“Vamos, Kit, no empieces. No querrás alimentar a todos los vagabundos de la isla,” dijo su marido desde la cama y sin mirarla.

“Vuelvo enseguida,” respondió ella mientras se ponía el abrigo y cogía un pequeño bolso de mano.

“Ten cuidado, no te mojes”, dijo él sin levantar la mirada de un cuadernillo de crucigramas.

Mientras bajaba la escalera, Kit se preguntaba cómo alguien podía poner tanto interés en un pasatiempos. Como si el tiempo hubiera que matarlo o hacer que transcurriera más aprisa. Confiaba en que el tiempo mejorara y pudieran hacer la visita a Segesta. Cuando atravesó el vestíbulo, el encargado del hotel, un hombre de unos cincuenta años, alto y robusto, y elegantemente trajeado, la saludó con una sonrisa.

         “¿No lleva paraguas, Signora?”, le dijo.

        “No pensé que fuera a necesitarlo aquí,” respondió ella.

Le gustaba aquel hombre: su amabilidad y discreción, a la par que sus continuas atenciones para con ella. Además le atraía su corpulencia y, sobre todo, sus manos: grandes, de dedos largos y uñas cuidadas.


Hotel Riviera en Rapallo (italia) en el que Hemingway situa la acción de El gato bajo la lluvia


Abrió la puerta y se asomó a la calle. Llovía con fuerza. Volvió a fijarse en aquel vestido rojo que llevaba una estilizada maniquí de cintura estrecha en el escaparate de la tienda de enfrente, junto al café. Ahora, conforme se iba encapotando el cielo, destacaba aún más aquella mancha roja, acaparando su atención. El chico había desaparecido del soportal. Pensó que no debía haberse ido muy lejos debido a la fuerte lluvia. Se subió las solapas del abrigo y estaba buscando algo en el bolso cuando vio que un paraguas se abría tras ella. Era la chica que limpiaba las habitaciones, enviada por el encargado del hotel.

      “Vamos, cúbrase”, le dijo.

      “Gracias”, respondió ella. “¿No habrá visto usted a un niño que estaba antes por aquí?”, le preguntó.

   “¿Un niño?”, respondió sorprendida la criada. “¿Con este tiempo? Vamos, entre, se va a poner perdida”, añadió.

“Me hubiera gustado invitarle a un chocolate caliente. Parecía estar aterido de frío y no tener a donde ir”, respondió ella, mientras seguía mirando en dirección al café.

Volvió a posar la mirada en el escaparate de la tienda de al lado en el que resaltaba el vestido rojo ajustado.

“¿Le importa prestarme el paraguas unos minutos?”, preguntó la americana mientras se lo arrebataba de las manos sin dar tiempo a una respuesta. Luego salió precipitadamente en dirección al café. 

Porter seguía tumbado en la cama. Había dejado el cuadernillo de pasatiempos sobre la mesita de noche y fumaba un cigarrillo. Tenía la mirada fija en el techo. Daba grandes bocanadas  y exhalaba el humo formando anillos. Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la plaza casi vacía. Comenzaba a oscurecer, aunque todavía no sintió la necesidad de encender la lucecita de la mesita de noche. Cuando volvía hacia su cama se detuvo ante la cómoda. Abrió el joyero de viaje de Kit y cogió un desgastado broche de carey con incrustaciones en plata que representaba a un angel. Se lo había comprado en París, en uno de los primeros viajes que habían hecho juntos a Europa. El cierre estaba roto y no encajaba bien. Se miró en el espejo. Necesitaba un afeitado y una ducha. Llevaba un par de días sin apenas salir del hotel. Bostezó y volvió a tumbarse en la cama.  

La mujer americana, tras devolverle el paraguas, intercambiaba ahora unas palabras con el encargado del hotel. Llevaba una bolsa de plástico colgando de su muñeca. Se arregló el flequillo y se pasó la mano por la nuca, desnuda y fría. Echó de menos su antigua melena, que la protegía durante el invierno y le daba un aspecto más femenino. Aquel hombre, no sabía muy bien por qué, le infundía una extraña sensación, la de hacerla sentir como una niña y mujer a la vez. Intercambiaron una sonrisa. Mientras subía la escalera sintió una leve punzada en la parte baja del vientre. 

Fabio Hurtado. El deseo (2009) óleo 130 x 89 cms


Kit abrió la puerta de su habitación. Apenas podía ver algo. Pensó que Port habría salido a comprar tabaco. Entró en el baño y se puso el vestido rojo de cintura estrecha que acababa de comprar. Le quedaba perfecto, a excepción del escote, que se le abría un poco y dejaba mostrar el nacimiento del pecho.  Se arregló el pelo, se maquilló los ojos y dio un toque de carmín a sus labios, intentando que parecieran un poco más gruesos. Iba a pedirle a Porter que la llevara a cenar a alguna de las trattorias que había en el paseo marítimo, que se llenaba de pequeñas luces procedentes de las velas que había sobre las mesas. Se acordó del chico que había visto antes protegiéndose de la lluvia y se preguntó dónde estaría. 

Salió del baño y encendió la luz de la cómoda.  Se sentó frente al espejo y se miró en él. Frotó los labios para distribuir mejor el carmín y luego se puso unas gotas de perfume. Abrió su joyero de viaje y rebuscó en el interior hasta encontrar el broche que Porter le había regalado unos años atrás. Lo había visto en un escaparate de una tienda de París, en el primer viaje que habían hecho juntos después de casarse, y se había encaprichado de él. No es que fuera muy valioso, pero le tenía un cariño especial, y siempre lo llevaba con ella. Hacía tiempo que no se lo ponía. Enganchó las dos partes del escote en un intento por cerrarlo un poco. Estaba demasiado subido, así es que volvió a sacar la aguja del cierre y lo enganchó un poco más abajo, lo justo para cubrir el nacimiento de sus senos. Lo engarzó como pudo ya que el cierre no estaba en muy buen estado. Se contempló el rostro detenidamente y por primera vez desde que había entrado en la habitación reparó en la cama.

Porter dormía profundamente. Se acercó hasta él y se sentó en su lado de la cama mientras lo contemplaba. Tenía el pelo alborotado, no se había afeitado y llevaba la misma camiseta de los dos últimos días. Se acababa de encender la farola que había justo debajo de su habitación. Se levantó de la cama y cogió su bolso. Tomaría algo en el restaurante del hotel, pensó. 


Fabio Hurtado. Ensueño II (2013) 48 x 58 cms pastel. 









El encargado le salió al paso apenas la vio bajar la escalera. Cuando la americana le dijo que su marido dormía y que iba a cenar algo ligero en el hotel, se le iluminaron los ojos y la acompañó hasta la puerta del restaurante. Le hizo una señal al maître y le dijo algo en voz baja. Este le condujo hasta una mesa junto a la ventana, desde la que podía verse el mar y las luces procedentes de los pintorescos locales del paseo marítimo. Ahora tan sólo lloviznaba. El encargado seguía allí, junto al maître, asegurándose de que todo estuviera en su sitio.

“Está usted piu bella, Signora”, le dijo mientras retiraba la silla para que la americana se acomodara. “¿Le apetece tomar algún aperitivo?”, le pregunto sin poder evitar posar los ojos en su escote. Ella estuvo a punto de denegar el ofrecimiento, pero cambió de idea y dijo tras dudar un instante: “Si, gracias, me tomaría un martini bianco”. Apenas dicho esto vio tras la ventana al chico, caminando con las manos en los bolsillos de la chaqueta, en dirección al café.

La americana se levantó de inmediato de la silla y salió por la puerta del restaurante que daba a la calle. Salió corriendo tras el muchacho mientras gritaba: 

         “¡Bambino, bambino!”

Llegó hasta el café, pero el chico había torcido una esquina y lo había perdido de vista una vez más. Volvía a llover con fuerza. Sintió una gota de agua caer en su pecho y entonces se dio cuenta de que había perdido su broche. Casi podían entreverse sus pezones rígidos bajo el agua de la lluvia. Corrió hacia el hotel y atravesó apresuradamente el vestíbulo. Subió la escalera y entró en la habitación.

El ambiente estaba cargado. Se quitó el vestido y se puso el camisón. Encendió la lamparita de la cómoda, para no molestar a Porter. Abrió la ventana. No se veía a nadie en la calle, y no paraba de llover. A través de una de las ventanas del edificio de enfrente vio a un hombre y a una mujer arrellanados en un sofá frente al televisor, cada uno en un extremo.  Entonces llamaron a la puerta. Kit la abrió y dio paso a la limpiadora. Traía su broche de carey con incrustaciones en plata representando a un angel.

“Disculpe, Signora”, dijo. “Un niño le entregó esto al padrone y me ha pedido que se lo trajera”.    



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