martes, 10 de febrero de 2015

Moscas




Ellar Coltrane en la película Boyhood de Richard Linklater




Ejercicio literario inspirado en el relato Parece una tontería de Raymond Carver



Todo empezó una noche de comienzos de agosto. Las moscas se agolpaban tras la mosquitera de la ventana del dormitorio de Elisa. “Una plaga”, pensó. Vio pasar una bicicleta apresuradamente por el camino de las palmeras. No llevaba luces, pero la distinguió por el brillo plateado de su carrocería. Entonces recordó que la mañana siguiente debía encargar una tarta de cumpleaños para Andrew. Quería que tuviera una bonita fiesta, que no echara de menos la ausencia de sus padres, ni las celebraciones a las que estaba acostumbrado en Colchester, la pequeña ciudad del sur de Inglaterra en la que vivía. Hacía casi dos semanas que residía con ellos, y le estaba costando trabajo habituarse a las costumbres de su nueva familia. Elisa había hablado con sus padres en dos o tres ocasiones, para tranquilizarles, al igual que ellos habían hecho con ella cuando su hijo Oscar estuvo residiendo con la familia de Andrew el verano anterior.

Se acostó y leyó unas páginas del último dominical. No podía conciliar el sueño. Imaginó la fiesta de Andrew y se puso a pensar en el diseño de la tarta hasta que se quedó dormida.

A la mañana siguiente se acercó a la pastelería y encargó una tarta de chocolate con el nombre de Andrew y un Happy birthday rodeado de doce velas. Las moscas se apelotonaban sobre los cubretartas. Se aseguró que estaría lista para el día siguiente y que la enviarían a casa poco antes de las seis, hora en la que comenzaría la fiesta sorpresa que Oscar y sus amigos estaban preparando para él. 

Salió a la calle. Acababan de regar el asfalto para aplacar el calor de los primeros días de agosto. Eran pasadas las once. Se detuvo en el paso de peatones enfrente de casa. Entonces vio salir a Oscar y luego el cuerpo menudo y las enclenques piernas de Andrew a la zaga. Estaban frente a ella. Levantó la mano para llamar su atención, como si quisiera enviarle una señal. “Recuerda Andrew, aquí debes mirar a tu izquierda antes de cruzar la calle”. Le había repetido estas mismas palabras varias veces desde que había llegado. El niño miró instintivamente a su derecha y adelantó a Oscar. Luego miró a Elisa, y poco después fue arrollado por una bicicleta. Ella corrió hasta él. El ocupante de la bicicleta se acercó para auxiliarle, pero el pequeño Andrew se incorporó sin ayuda y comenzó a caminar cabizbajo en dirección a casa diciendo “It´s OK, It´s OK”. 

Subió a su habitación. Parecía aturdido, y se recostó en la cama. Dijo que tenía frío. Elisa sacó una colcha del armario y cubrió su cuerpo menudo. Bajó la persiana y le dejó descansar. Pensó en llevarle al médico esa misma tarde cuando Víctor, su marido, hubiera vuelto a casa. Oscar jugaba con sus amigos en el parque del barrio. Elisa entraba periódicamente en el cuarto de Andrew, en penumbra,  para echarle un vistazo mientras preparaba la comida. Un haz de luz procedente de las rendijas de la persiana le guiaba el camino hasta su cama. Una de las veces posó la mano sobre su pecho, como solía hacerlo con Oscar cuando era un bebé, para asegurarse de que respiraba. Parecía dormir profundamente, pero Elisa sintió un pellizco en el estómago y no pudo evitar zarandearle. Andrew no reaccionaba. Se asustó y llamó a Víctor al trabajo. Le contó a trompicones lo que había ocurrido. Él le dijo que lo llevara de inmediato al hospital y que no le dejara dormir.

Primero llegó Victor, y poco después el médico. “Tiene un traumatismo craneoencefálico y un pequeño coágulo”, les dijo. Ella le explicó las circunstancias en las que Andrew estaba con ellos. El médico les recomendó que se pusieran en contacto con sus padres, si bien no era necesario alarmarlos ya que consideraba que el niño no corría peligro. Elisa no paraba de morderse las uñas. Mientras contemplaba la piel blanca y traslúcida del pequeño, que dejaba al descubierto sus frágiles venas azuladas, se preguntaba cómo iba a explicárselo a sus padres. Luego se fijó en sus zapatos vacíos, que parecían echar de menos sus pies.

Pasaron varias horas. Andrew estaba inconsciente, intubado y rodeado de máquinas. Elisa no quiso abandonar el hospital cuando llegó la noche. Vio desfilar ante ella en el amplio hall del hospital miradas cansadas, sin apenas expresión, envueltas en un pesado silencio que acentuaba el olor a éter y a asepsia.

A primera hora de la mañana el médico hizo su ronda rutinaria. Reconoció a Andrew mientras Elisa mantenía la mirada fija en su rostro; analizaba cada uno de sus gestos buscando algún indicio que denotara preocupación, al igual que hacía cuando tenía que volar y observaba la expresión de los auxiliares de vuelo para ver si todo transcurría con normalidad. Finalmente el médico la miró fijamente y le dijo: “Creo que debería ponerse en contacto con su familia. No es normal que siga sin reaccionar. Sus padres deberían estar aquí por si surge alguna complicación”. A Elisa comenzaron a temblarle las piernas. No podía olvidar la imagen de Oscar y Andrew ante el paso de peatones y todo lo que había ocurrido a continuación, sólo que ahora era a su propio hijo a quien veía arrojado en la calzada. 

Telefoneó a su marido para pedirle que llamara a los padres de Andrew. Ella se sentía incapaz de hacerlo. Un cuarto de hora después Víctor se presentó en el hospital. ya había hablado con ellos y les había comunicado lo que había ocurrido; pensaban coger el primer vuelo disponible. Les llamarían desde el aeropuerto cuando llegaran. "Vete a casa”, le dijo. “Necesitas descansar. Date un baño y duerme un poco”. Elisa se fue con la esperanza de que los acontecimientos llegaran a una resolución feliz durante su ausencia.

Comió un poco y se preparó un baño caliente. Luego se tendió en la cama y dio una cabezada que se prolongó hasta que sonó el teléfono. Eran pasadas las cinco. Cuando Víctor le dio la noticia, se dirigió a la habitación de Andrew. Seguía en penumbra, con el hueco de su cuerpo en el colchón, el olor a lavanda y un haz de luz proyectada sobre sus zapatillas de superman vacías que parecían reclamar su presencia. El teléfono sonó de nuevo. Eran los padres de Andrew. Acababan de llegar. Elisa no fue capaz de decirles nada. Se vistió, cogió su bolso y abrió la puerta para dirigirse al aeropuerto. Un joven se aproximaba a casa con la tarta de cumpleaños que había encargado la mañana anterior: una tarta de cumpleaños de chocolate con un happy birthday rodeado de doce velas. Pagó al chico de la pastelería y llevó la tarta a la cocina. Dejó las llaves del coche sobre la encimera y estuvo a punto de embadurnar su dedo de chocolate, pero se contuvo. La cubrió con uno de esos protectores de repostería que parece un parasol para protegerla de las moscas. 

Se quedó mirando por la ventana durante unos segundos sin saber que hacer. Luego reparó en las llaves; las cogió y se dirigió a la habitación de Andrew. Se abrazó a sus zapatillas y luego las guardó en el armario.

Subió al coche. Accionó el limpiaparabrisas para retirar las moscas muertas amontonadas sobre el cristal. Eran cerca de las seis cuando iba de camino al aeropuerto. Por el espejo retrovisor vio una bicicleta adelantarla.

Amparo de Vega Redondo








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