Ellar Coltrane en la película Boyhood de Richard Linklater |
Ejercicio literario inspirado en el relato Parece una tontería de Raymond Carver
Todo
empezó una noche de comienzos de agosto. Las moscas se agolpaban
tras la mosquitera de la ventana del dormitorio de Elisa. “Una
plaga”, pensó. Vio pasar una bicicleta apresuradamente por el
camino de las palmeras. No llevaba luces, pero la distinguió por el
brillo plateado de su carrocería. Entonces recordó que la mañana
siguiente debía encargar una tarta de cumpleaños para Andrew.
Quería que tuviera una bonita fiesta, que no echara de menos la
ausencia de sus padres, ni las celebraciones a las que estaba
acostumbrado en Colchester, la pequeña ciudad del sur de Inglaterra en la que vivía. Hacía casi dos
semanas que residía con ellos, y le estaba costando trabajo
habituarse a las costumbres de su nueva familia. Elisa había hablado
con sus padres en dos o tres ocasiones, para tranquilizarles, al
igual que ellos habían hecho con ella cuando su hijo Oscar estuvo
residiendo con la familia de Andrew el verano anterior.
Se acostó y leyó unas
páginas del último dominical. No podía conciliar el sueño.
Imaginó la fiesta de Andrew y se puso a pensar en el diseño de la tarta hasta que se quedó
dormida.
A
la mañana siguiente se acercó a la pastelería y encargó una tarta
de chocolate con el nombre de Andrew y un Happy
birthday
rodeado de doce velas. Las moscas se apelotonaban sobre los
cubretartas. Se aseguró que estaría lista para el día siguiente y
que la enviarían a casa poco antes de las seis, hora en la que
comenzaría la fiesta sorpresa que Oscar y sus amigos estaban
preparando para él.
Salió a la calle. Acababan de regar el asfalto para aplacar el calor de los primeros días de agosto. Eran pasadas las once. Se detuvo en el paso de peatones enfrente de casa. Entonces vio salir a Oscar y luego el cuerpo menudo y las enclenques piernas de Andrew a la zaga. Estaban frente a ella. Levantó la mano para llamar su atención, como si quisiera enviarle una señal. “Recuerda Andrew, aquí debes mirar a tu izquierda antes de cruzar la calle”. Le había repetido estas mismas palabras varias veces desde que había llegado. El niño miró instintivamente a su derecha y adelantó a Oscar. Luego miró a Elisa, y poco después fue arrollado por una bicicleta. Ella corrió hasta él. El ocupante de la bicicleta se acercó para auxiliarle, pero el pequeño Andrew se incorporó sin ayuda y comenzó a caminar cabizbajo en dirección a casa diciendo “It´s OK, It´s OK”.
Subió a su habitación. Parecía aturdido, y se recostó en la cama. Dijo que tenía frío. Elisa sacó una colcha del armario y cubrió su cuerpo menudo. Bajó la persiana y le dejó descansar. Pensó en llevarle al médico esa misma tarde cuando Víctor, su marido, hubiera vuelto a casa. Oscar jugaba con sus amigos en el parque del barrio. Elisa entraba periódicamente en el cuarto de Andrew, en penumbra, para echarle un vistazo mientras preparaba la comida. Un haz de luz procedente de las rendijas de la persiana le guiaba el camino hasta su cama. Una de las veces posó la mano sobre su pecho, como solía hacerlo con Oscar cuando era un bebé, para asegurarse de que respiraba. Parecía dormir profundamente, pero Elisa sintió un pellizco en el estómago y no pudo evitar zarandearle. Andrew no reaccionaba. Se asustó y llamó a Víctor al trabajo. Le contó a trompicones lo que había ocurrido. Él le dijo que lo llevara de inmediato al hospital y que no le dejara dormir.
Salió a la calle. Acababan de regar el asfalto para aplacar el calor de los primeros días de agosto. Eran pasadas las once. Se detuvo en el paso de peatones enfrente de casa. Entonces vio salir a Oscar y luego el cuerpo menudo y las enclenques piernas de Andrew a la zaga. Estaban frente a ella. Levantó la mano para llamar su atención, como si quisiera enviarle una señal. “Recuerda Andrew, aquí debes mirar a tu izquierda antes de cruzar la calle”. Le había repetido estas mismas palabras varias veces desde que había llegado. El niño miró instintivamente a su derecha y adelantó a Oscar. Luego miró a Elisa, y poco después fue arrollado por una bicicleta. Ella corrió hasta él. El ocupante de la bicicleta se acercó para auxiliarle, pero el pequeño Andrew se incorporó sin ayuda y comenzó a caminar cabizbajo en dirección a casa diciendo “It´s OK, It´s OK”.
Subió a su habitación. Parecía aturdido, y se recostó en la cama. Dijo que tenía frío. Elisa sacó una colcha del armario y cubrió su cuerpo menudo. Bajó la persiana y le dejó descansar. Pensó en llevarle al médico esa misma tarde cuando Víctor, su marido, hubiera vuelto a casa. Oscar jugaba con sus amigos en el parque del barrio. Elisa entraba periódicamente en el cuarto de Andrew, en penumbra, para echarle un vistazo mientras preparaba la comida. Un haz de luz procedente de las rendijas de la persiana le guiaba el camino hasta su cama. Una de las veces posó la mano sobre su pecho, como solía hacerlo con Oscar cuando era un bebé, para asegurarse de que respiraba. Parecía dormir profundamente, pero Elisa sintió un pellizco en el estómago y no pudo evitar zarandearle. Andrew no reaccionaba. Se asustó y llamó a Víctor al trabajo. Le contó a trompicones lo que había ocurrido. Él le dijo que lo llevara de inmediato al hospital y que no le dejara dormir.
Primero llegó Victor, y
poco después el médico. “Tiene un traumatismo craneoencefálico y
un pequeño coágulo”, les dijo. Ella le explicó las
circunstancias en las que Andrew estaba con ellos. El médico les
recomendó que se pusieran en contacto con sus padres, si bien no era
necesario alarmarlos ya que consideraba que el niño no corría
peligro. Elisa no paraba de morderse las uñas. Mientras contemplaba
la piel blanca y traslúcida del pequeño, que dejaba al descubierto
sus frágiles venas azuladas, se preguntaba cómo iba a explicárselo
a sus padres. Luego se fijó en sus zapatos vacíos, que parecían
echar de menos sus pies.
Pasaron varias horas.
Andrew estaba inconsciente, intubado y rodeado de máquinas. Elisa
no quiso abandonar el hospital cuando llegó la noche. Vio desfilar
ante ella en el amplio hall del hospital miradas cansadas, sin apenas
expresión, envueltas en un pesado silencio que acentuaba el olor a
éter y a asepsia.
A primera hora de la
mañana el médico hizo su ronda rutinaria. Reconoció a Andrew
mientras Elisa mantenía la mirada fija en su rostro; analizaba cada
uno de sus gestos buscando algún indicio que denotara preocupación,
al igual que hacía cuando tenía que volar y observaba la
expresión de los auxiliares de vuelo para ver si todo transcurría
con normalidad. Finalmente el médico la miró fijamente y le dijo:
“Creo que debería ponerse en contacto con su familia. No es normal
que siga sin reaccionar. Sus padres deberían estar aquí por si
surge alguna complicación”. A Elisa comenzaron a temblarle las
piernas. No podía olvidar la imagen de Oscar y Andrew ante el paso
de peatones y todo lo que había ocurrido a continuación, sólo que
ahora era a su propio hijo a quien veía arrojado en la calzada.
Telefoneó a su marido para pedirle que llamara a los padres de Andrew. Ella se sentía incapaz de hacerlo. Un cuarto de hora después Víctor se presentó en el hospital. ya había hablado con ellos y les había comunicado lo que había ocurrido; pensaban coger el primer vuelo disponible. Les llamarían desde el aeropuerto cuando llegaran. "Vete a casa”, le dijo. “Necesitas descansar. Date un baño y duerme un poco”. Elisa se fue con la esperanza de que los acontecimientos llegaran a una resolución feliz durante su ausencia.
Telefoneó a su marido para pedirle que llamara a los padres de Andrew. Ella se sentía incapaz de hacerlo. Un cuarto de hora después Víctor se presentó en el hospital. ya había hablado con ellos y les había comunicado lo que había ocurrido; pensaban coger el primer vuelo disponible. Les llamarían desde el aeropuerto cuando llegaran. "Vete a casa”, le dijo. “Necesitas descansar. Date un baño y duerme un poco”. Elisa se fue con la esperanza de que los acontecimientos llegaran a una resolución feliz durante su ausencia.
Comió
un poco y se preparó un baño caliente. Luego se tendió en la cama
y dio una cabezada que se prolongó hasta que sonó el teléfono.
Eran pasadas las cinco. Cuando Víctor le dio la noticia, se dirigió
a la habitación de Andrew. Seguía en penumbra, con el hueco de su
cuerpo en el colchón, el olor a lavanda y un haz de luz proyectada
sobre sus zapatillas de superman vacías que parecían reclamar su
presencia. El teléfono sonó de nuevo. Eran los padres de Andrew.
Acababan de llegar. Elisa no fue capaz de decirles nada. Se vistió,
cogió su bolso y abrió la puerta para dirigirse al aeropuerto. Un joven se aproximaba a casa con
la tarta de cumpleaños que había encargado la mañana anterior: una
tarta de cumpleaños de chocolate con un happy
birthday
rodeado de doce velas. Pagó al chico de la pastelería y llevó la
tarta a la cocina. Dejó las llaves del coche sobre la encimera y estuvo a punto de embadurnar su dedo de chocolate,
pero se contuvo. La cubrió
con uno de esos protectores de repostería que parece un parasol para
protegerla de las moscas.
Se quedó mirando por la ventana durante unos segundos sin saber que hacer. Luego reparó en las llaves; las cogió y se dirigió a la habitación de Andrew. Se abrazó a sus zapatillas y luego las guardó en el armario.
Se quedó mirando por la ventana durante unos segundos sin saber que hacer. Luego reparó en las llaves; las cogió y se dirigió a la habitación de Andrew. Se abrazó a sus zapatillas y luego las guardó en el armario.
Subió al coche. Accionó
el limpiaparabrisas para retirar las moscas muertas amontonadas sobre el
cristal. Eran cerca de las seis cuando iba de camino al aeropuerto.
Por el espejo retrovisor vio una bicicleta adelantarla.
Amparo de Vega Redondo
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