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miércoles, 9 de agosto de 2017

La mujer que no era Carole Lombard



Habitación en Nueva York.  (1932) Edward Hopper







La inspiración de este relato surgió a partir de un cuadro que vi en el Annex Antique Fair and Flea Market, un mercadillo en el centro de Manhattan, la primera vez que fui a Nueva York en el año 2005. Desde el primer momento me cautivó el rostro y la actitud tan familiar de la mujer retratada. El vendedor me dijo que era la actriz Carole Lombard y que el óleo procedía de una casa de Nueva Jersey. Sin embargo, conforme más tiempo pasa, más convencida estoy de que la mujer de ese cuadro, que por cierto me traje a casa, no es la Lombard. El cuadro de Hopper que figura arriba, Habitación en Nueva York, tan inspirador, me sirvió como punto de partida para definir a los personajes.






Alma pulsaba una tecla del piano con el dedo pulgar de espaldas a Ed, que leía el diario de la tarde. Era viernes, en un caluroso día de comienzos de junio en la ciudad de Nueva York. La ventana, abierta de par en par, daba paso a un aire denso y húmedo que había llenado de pequeñas gotas de sudor la espalda de Alma. Se había puesto un vestido rojo con un amplio escote a ambos lados, y unas gotas de perfume, con la intención de recordarle algo a Ed. Su rostro fino y de pequeñas facciones mostraba toda su desnudez al haberse recogido el pelo, muy lacio, en un moño improvisado con un lápiz. Siguió pulsando de manera intermitente teclas escogidas al azar que reproducían una desagradable disonancia, amortiguada por la presión de su pie sobre la sordina. De pronto reparó en la mancha de su uña. Aunque había pasado casi una hora restregándose las manos con trementina para quitarse los restos de pintura, la mancha persistía. Era una cuestión de tiempo, pensó, poco a poco iría difuminándose hasta desaparecer por completo.

Estaba satisfecha con el trabajo realizado. Había conseguido salvar el marco, que se encontraba en muy mal estado pero valía la pena conservar y era perfecto para aquel cuadro: Un retrato de los años treinta, según la Sra. Porter, la dueña del cuadro, y que supuestamente representaba a la actriz Carole Lombard con un paisaje desdibujado de fondo. Era el clásico retrato de pose, que en este caso representaba a una mujer rubia vestida de negro con las manos colocadas para la ocasión. Pero aquella mujer no era Carole Lombard, o al menos eso era lo que Alma pensaba. La Sra. Porter, una mujer de edad avanzada procedente de Nueva Jersey, le había rogado que fuera muy cuidadosa a la hora de restaurar el pequeño rasguño que atravesaba el rostro y había levantado la pintura a la altura del ojo derecho de la modelo. Era muy importante que respetara la mirada de la actriz, de quien aquella mujer era una gran admiradora y cuya excentricidad, acusada en los últimos años por la edad y la soledad, había transformado la admiración en una mitomanía fuera de lo común.

Alma gozaba de una buena reputación como restauradora en el Village, y nunca le faltaban encargos de particulares a los que algún cliente previo solía recomendar. Había pasado las dos últimas semanas visionando las escasas películas de la actriz que había podido conseguir, para intentar devolverle su mirada respetando al anónimo autor. También había hecho escapadas al MET el MOMA y el Guggenheim buscando retratos que le sirvieran de inspiración. Pero siempre desviaba sus pasos hacia las figuras de Picasso, Matisse o Hopper. Cuando veía que el vigilante de la sala se despistaba o conversaba con algún compañero, Alma aprovechaba para tocar los lienzos, sentir la textura y el trazo de la pintura.

Aún no le había enseñado el cuadro a Ed, quien por regla general no se mostraba muy interesado en los trabajos de Alma. “¿Por qué no dejas de arreglar los desperfectos de los otros y creas algo por ti misma?”, le había dicho en varias ocasiones. Sin embargo, Alma siempre aportaba algo personal a todos los trabajos que emprendía. Su única limitación era respetar al creador.

En los últimos días había visto “La Reina de Nueva York”, en la que una deliciosa y provinciana Lombard terminaba aceptando la farsa de hacerse pasar por una pobre mujer intoxicada por exposición al radio, enfermedad que la llevaría a la muerte. Un reportero, enamorado de ella, intentaba hacerla feliz en sus últimos días de vida en Manhattan. En una escena de la película, la actriz lucía un sencillo vestido negro, parecido al que llevaba la modelo del cuadro, con esa misma melena rubia de pelo ligeramente ondulado. Sin embargo, si el retrato representaba realmente a la Lombard, el pintor no había estado muy afortunado: no había conseguido captar su mirada ni su expresión. Era un buen cuadro que reflejaba un rostro inquietante y muy hermoso, pero no era el de la actriz.

Ed había terminado su segundo bourbon. Estaba arrellanado en el sillón, leyendo el suplemento literario, y Alma tenía ya la certeza de que, un vez más, Ed pospondría su eterna promesa de llevarla a aquel musical de Broadway con libreto de Bob Fosse que ella tanto deseaba ver. A Ed no le gustaba planificar las cosas con antelación, por lo que tendrían que conseguir entradas para ese mismo día en la oficina de Times Square. Eran pasadas las seis , y nada en la actitud de Ed denotaba que tuviera intención de salir de casa. Ni siquiera había levantado la mirada del periódico cuando Alma inició aquella melodía recurrente e indicativa de un estado nostálgico inespecífico. Tampoco lo hizo cuando ella se levantó y, al dirigirse a la ventana abierta de par en par, pasó por su lado casi rozándole la mano con el vuelo de su vestido y dejando tras de sí el rastro de su perfume, acentuado por el calor intenso del día. Alma suspiró profundamente, mientras se agarraba los brazos con las manos y miraba con el juicio suspendido los bloques de edificios que tenía enfrente. Su mirada perdida fue concentrándose en la fachada lateral de uno de los edificios más altos del barrio. En realidad no recordaba haber reparado en ella hasta ese momento, al menos en su contenido: estaba pintada recreando un paisaje urbano que, visto desde la distancia, se confundía con el conjunto.

Al día siguiente pensaba llevarle el cuadro a la Sra. Porter. Cogería el Waterway por la mañana y aprovecharía para pasar el día en Nueva Jersey con su amiga Doth. Adoraba su bello rostro afroamericano, la contundencia de sus facciones, la expresividad de sus ojos grandes y brillantes. Le encantaba estar con Doth, quien se había convertido en su musa. Alma comenzaba trazando su melena rizada color miel y luego completaba el boceto con cualquiera de las múltiples variantes que ofrecía su rostro.

Cuando Ed se levantó del sillón y se encerró en el despacho, Alma comprendió que era aquella una de esas tardes en las que necesitaba sentir la suave brisa del puente de Brooklyn a la caída de la tarde. Esperaría a que se encendieran las luces de la ciudad y comenzara a soplar un poco de aire fresco. La visión de Manhattan desde aquel puente al atardecer tenía un efecto balsámico en Alma. Solía llevarse su pequeña mochila, con un bloc de dibujo y carboncillos, paseaba durante unos minutos y luego se sentaba en uno de los bancos de alguno de los ensanchamientos del puente. Entonces veía pasar a los ciclistas que iban o venían y a los turistas que a veces le preguntaban con timidez si le importaba hacerles una foto. A Alma no sólo no le importaba, sino que disfrutaba haciéndolo. Miraba a través del visor e intentaba sacar lo mejor de aquellos rostros que se esforzaban por esbozar una sonrisa contra el horizonte del skyline neoyorquino en ese momento mágico en el que la isla comenzaba a llenarse de puntos de luz. Invariablemente acababa sacando su cuaderno y dibujaba un rostro hecho de fragmentos de todos los que había visto pasar. Pero esa tarde Alma iba ligera de equipaje. Tan sólo un pequeño bolso de mano, y sus manoletinas a juego con el vestido, que aumentaban la agilidad de su paso. Suspendida en el puente, y apoyada en la baranda, recordó a Carole Lombard en aquel velero navegando feliz las aguas del East River junto a Frederic March, fingiendo exprimir sus últimas horas de vida. El cuadro ya estaría seco. Cuando llegara a casa lo envolvería en papel burbuja. Confiaba en que la Sra. Porter quedara satisfecha con el resultado. Por supuesto no pensaba decirle que aquella mujer no era Carole Lombard.


Comenzaba a oscurecer y Alma sintió frío en la espalda. Decidió coger el metro hasta Broadway. Necesitaba confundirse entre la multitud y el clamor de la noche de viernes. Se dirigió al teatro Ambassador. Finalizada la función, un grupo de espectadores aguardaba, con el programa de mano visible, a que salieran los actores con la esperanza de conseguir un autógrafo. La semana próxima compraría dos entradas e iría con Doth a disfrutar de aquel musical. Fue hasta Times Square. Por encima de las luces de neón, que la hicieron reparar de nuevo en su pequeña mancha que ahora oscilaba de color por el efecto de los haces de luz, y el paisaje de fondo hecho de atractivos escaparates, tenderetes, músicos callejeros, lunáticos y gente corriente, sobresalían para Alma la multitud diversa de rostros con los que se cruzaba su mirada que, a diferencia de la de la mayoría de los neoyorquinos, sí que se detenía en el otro. Almacenaba todas las facciones y gestos que tenían cabida en su memoria. Luego, en sus momentos de ocio no compartidos dibujaba rostros que iban a parar a una carpeta que Ed jamás había visto.

Entró en un deli y compró una porción de tarta de zanahoria. La fue saboreando a pequeños trozos mientras paseaba su menuda figura entre el bullicio de la gran ciudad, como una ligera mancha roja que se desplazara al ritmo de la brisa. Entonces reparó en su pelo. Se quitó el lápiz que recogía su melena lacia en un moño y lo dejó suelto. Aunque careciera de la exhuberancia de Doth y el magnetismo de Carole Lombard, en momentos como aquellos Alma se sentía la reina de Nueva York, aún cuando la mirada del otro tan sólo pudiera verla como un alma perdida en Manhattan.




viernes, 21 de agosto de 2015

El beso





 


Un mundo nace cuando dos se besan
Octavio Paz



Había pasado la tarde buscando un regalo de aniversario para celebrar sus cinco años de vida en común. Finalmente se había decidido por un elegante jersey de marca que le pareció perfecto para él. Habían procurado no limitar sus vidas a los amigos comunes, por lo que era frecuente que salieran por separado y mantuvieran una cierta independencia. Cuando llegó a casa, poco antes de la hora de almorzar, escuchó un mensaje de él en el contestador comunicándole que no le esperara para comer. A veces agradecía estos momentos en casa para ella sola. Abrió un par de latas y disfrutó de una comida improvisada. Pasó la tarde tumbada en el sofá, viendo una película y devorando los restos de los dulces navideños, con constantes idas y venidas a la cocina. Dormitó un poco y, cuando vio que ya había oscurecido, miró extrañada a través de la ventana. No había previsto una ausencia tan prolongada, por lo que comenzó a caer en un estado de ociosidad, agravado por el hecho de que el reproductor de música no funcionaba correctamente, algo que venía ocurriendo desde hacía tiempo, al parecer debido a alguna mala conexión que él había prometido solucionar ese mismo día. Aderezó el cordero que pensaba cocinar para el día siguiente y que a él tanto le gustaba. Si lo hacía con un día de antelación, la salsa cobraba más cuerpo y el guiso intensificaba su sabor.

Eran cerca de las doce de la noche, aunque ella ya había perdido la noción del tiempo hipnotizada por la pantalla del televisor que había vuelto a sumirla en el sueño. El sonido de la llave en la cerradura y la posterior apertura de la puerta la despertaron.
      — ¡Hola!
     — ¡Hola! –se incorporó en el sofá y miró confundida su reloj de pulsera—. ¿Dónde has estado?
     — Pues resulta que me he encontrado con una amiga... —respondió dándole un beso en la frente.
     — ¿Qué amiga? —encogió las piernas y las rodeó con los brazos mientras esperaba una respuesta.
     — ... Paula—. Se quitó la chaqueta y se sentó en el sofá, a su lado, y ligeramente vuelto hacia ella.
Ella se levantó y fue a la cocina. Guardó la cacerola con el guiso en el frigorífico. Examinó el contenido del interior, lo cerró y luego se dirigió a uno de los armaritos de la cocina del que sacó una bolsa de cacahuetes. Volvió al salón. Él miraba la pantalla del televisor, concentrado en el avance del último telediario del día.
         — ¡Qué bien huele! ¿Has hecho cordero?
         — Sí. ¿Hay algo que quieras contarme? —replicó ella mientras comenzaba a comer cacahuetes.
—  Bueno, pues… me la encontré en el cajero automático que hay justo enfrente de mi estudio...
— Pensé que vivía en Bruselas...
— Vive allí pero su madre está enferma y ha pedido unos días de permiso.
¿Habéis estado juntos hasta ahora? —preguntó ella.
—Sí, hacía tanto tiempo que no nos veíamos, y tenía tan mal aspecto que... bueno..., me invitó       a tomar una cerveza.
— Vaya, parece que la cerveza se ha alargado un poco más de la cuenta....
— Sabina, no pretendo ocultarte nada. Te diré exactamente lo que ocurrió...
¿Debo preocuparme?
No empecemos, —le quito de la mano la bolsa de cacahuetes— déjalos ya, sabes que no te sientan bien. Nunca te he ocultado nada...
       — Bueno, ya conoces mi lema: Dime la verdad pero hazlo con tacto.
      — Sabina, no saques las cosas de quicio, no ha pasado nada. Ya te he dicho que me la encontré              justo cuando salía del estudio. Al principio no la reconocí, fue ella quien dijo “Hola”. Estaba tan          cambiada...
     — Ya. Bueno, si te interesa mi opinión, no creo que el encuentro fuera producto del azar.
    —  ¿Qué quieres decir?
    —  Pues que ella fue a buscarte premeditadamente, pero bueno, sigue...
    —  Ya sabes cómo nos separamos; al parecer todo fue un malentendido.
    — ¿Un malentendido? —Volvió a coger la bolsa de cacahuetes— ¿Me estás diciendo que después           de siete años sin veros, descubrís que os separasteis por un malentendido?
    —  Ya te he dicho que estaba un poco desanimada, y me preguntó si tenía tiempo para tomarme              una    cerveza. Comprenderás que no pude negarme. Además, hemos hablado muchas        veces          de esto, Sabina. Uno no puede huir de las cosas que le persiguen.
   —  ¿Me estás queriendo decir que en todo este tiempo ella te ha estado persiguiendo?
   —   Pues de alguna manera sí; pero por favor, no te precipites en tus conclusiones, aún no te                       he contado nada.
  —   Adelante –Sabina dejó en la mesita de centro la bolsa de cacahuetes, cogió el mando a distancia del televisor y bajó el volumen.
   —Pues nos fuimos a comer a El Caballito de Mar
   — ¿A la playa? –preguntó con estupor.
   — Hacía un día estupendo y ella quería ir a un sitio tranquilo al aire libre
   — ¡Qué astuta!
   — Me di cuenta de que se encontraba muy sola, y era como si necesitara asegurarse de algo.
   — ¿De qué? —preguntó Sabina.
   — Pues de quién había dejado a quién.
   — Tal y como tu me lo contaste, ella se fue sin más, ¿no es así?
   — Sí, eso es lo que yo creía.
   — ¿Y no fue así?
   —  Me dijo que se había ido porque presentía que yo iba a dejarla y no podía soportarlo.
   — Ya, bueno, ve al grano. ¿Lo hicisteis o no lo hicisteis?
   — No, no lo hicimos.
   — ¿No lo hicisteis? No esperarás que te crea.
   — Entonces ¿por qué me lo preguntas? Sabina, no voy a decirte nada que no sea verdad. Comimos         y bebimos un poco, luego ella lió un cigarrillo.
   — ¿Quieres decir un canuto?
  —  Sí, eso es...
  — ¿Fumaste hachís?
  — ¡Por Dios, Sabina, no soporto ese tono moralista! Sí, he fumado hachís. ¿Qué hay de malo en               ello? ¿Es que tú nunca lo has hecho?
  — Creía que hacía tiempo que no lo hacíamos.
  — ¿Qué pasa? ¿Es que tengo que pedirte permiso para hacerlo?
  —  No grites. No creo que a los vecinos les incumba si fumamos o no —Sabina volvió a coger el             mando del televisor y subió el volumen para amortiguar sus voces.
  —  No grito. Sencillamente estoy intentando contarte lo que ocurrió exactamente y tú me regañas             como si fuera un niño.
Transcurrieron unos segundos. Los dos miraban la pantalla del televisor en la que proyectaban una vieja película en blanco y negro
   —  ...Pero si tu coche está estropeado... ¿Cómo habéis ido hasta allí?
   —  Fuimos en el suyo. Cuando acabamos de comer y subimos al coche lió un canuto, encendió el              radiocasete y puso aquella cinta.
  —   ¿Qué cinta?
  —   Bueno, una cinta que solíamos escuchar. Ya sabes, algunos clásicos de los ochenta.
  —  Ya, ¿alguna canción en particular?
  — ¿Qué importancia tiene eso?
  —  Simple curiosidad —respondió abriendo las aletas de la nariz y mirando la pantalla del televisor. Volvió a bajar el volumen y siguió con la mirada fija en la pantalla, observando los gestos de Cary Grant.
  —Luego nos dimos un beso —continuó él.

Elliott Erwitt Kiss

Ella se levantó del sofá, fue a la cocina y sacó una tableta de chocolate del armarito; partió un par de onzas y comenzó a mordisquearlas. Luego se puso a fregar los cacharros que había en el fregadero con brusquedad y haciendo mucho ruido. Cuando levantó la vista lo vio en la puerta, mirándola.
        — Sólo fue un beso –dijo él.
       — ¿De verdad crees que soy tan gilipollas? ¿Sólo fue un beso? ¡No me irás a decir ahora que fue ella quien te lo dio!
Pues no, nos lo dimos los dos, y fue un beso bonito y tierno...
      — Por favor, ahórrate los detalles.
— Creí que querías saberlo todo.
—  Mira, —cerró el grifo, se secó las manos en un paño y salió de la cocina en dirección al salón— dime ya de una vez cómo acabó todo. ¿Lo hicisteis, verdad?
— No, no lo hicimos —le respondió.
— ¿Os besasteis y ahí acabó todo? —Volvió a sentarse en el sofá, con las piernas encogidas, los brazos cruzados, mirando a la pantalla del televisor.
— Nos abrazamos, y luego ella propuso que nos tumbáramos un rato al sol. Así es que bajamos del coche y extendimos una manta entre los cañaverales.
—¿Llevaba una manta en el coche? –preguntó incrédula.
— Pues sí, tenía una...
—Y entonces.... lo hicisteis, ¡admítelo de una vez!
—Sabina, te repito que no lo hicimos.
— Pues resulta bastante difícil de creer.
— En ese caso no tiene sentido que te cuente nada más, si te vas a poner así...
     — ¿Ponerme así? El hombre con el que comparto mi vida desde hace cinco años me dice que ha besado a su gran amor y... ¡Me reprochas que me ponga así!
Él volvió a subir el volumen del televisor para camuflar el elevado tono de voz de ella.
    — Tranquilízate, Sabina. Para empezar, ella no es mi gran amor.
    — ¿Por qué la besaste?
    — Necesitaba hacerlo. Si no lo hubiera hecho habría estado pensando en lo mucho que me hubiera gustado hacerlo y esa idea no dejaría de perseguirme. ¿No puedes entenderlo, Sabina?
  — Pues no, no lo entiendo. Me parece una excusa absurda para justificar uno de esos impulsos irrefrenables que los hombres parecéis tener tan a menudo.
 — Oye, no te pases. No creo haber tenido ningún impulso irrefrenable en estos cinco años y, además, yo no he dicho que esto lo fuera. La besé sabiendo lo que hacía.
  — Por favor, no lo estropees más.


         
Ingrid Bergman y Cary Grant en Notorious (A. Hitchcock  1946)


Él cogió un cojín del sofá y lo lanzó con desgana al sillón de al lado. Se levantó y salió de la habitación. Ella permaneció delante del televisor, arrancándose la cutícula de las uñas con los dientes y mirando la pantalla de manera intermitente .Un primer plano de Cary Grant besando a Ingrid Bergman retuvo su mirada. Él volvió a entrar en el salón y se puso frente a ella, mirándola.
     —¿Puedes apartarte a un lado? Me gustaría ver a Cary Grant.
—Por favor, ¡No frivolices!
—Quiero ver a Cary Grant. ¿Te has fijado en qué bien besa?
—Odio cuando adoptas esa postura.
—Me encanta cómo lo hace, tiene tanta clase... Tú nunca me besas así, siempre utilizas la lengua. ¿Fue un beso con lengua?
—No tengo nada más que decir
—¿Por qué no reconoces que lo hicisteis?
—¡NO LO HÍ-CI-MOS!, ¡JODER!
     — Muy bien, pasemos al capítulo siguiente: el beso, la manta, ¿y luego...?
    — Le acaricié el pelo, volví a besarla, la abracé, nos tumbamos... Estábamos escondidos entre los cañaverales y...
— Sigue.
— No pude hacerlo. Estaba pensando en ti, en todos nuestros proyectos, en tu lunar...
— ¿Qué lunar?
— Ése que tienes en la espalda.
—Y... ¿No lo hicisteis?
—No
¿Y ella?
— Me preguntó qué me pasaba y luego me preguntó si quería que fuéramos a un hotel.
— ¡Qué hija puta! ¿Y fuisteis?
   —  No, guardamos la manta y estuvimos caminando un rato por la playa, charlando.
   — ¿De qué?
   —  De nosotros.
   — ¿De vosotros?
   — No, de ti y de mí.
   — ¿Qué le dijiste de mí?
  —  Le dije que te quería y que deseaba tener un hijo contigo. También le dije que lo nuestro había sido muy bonito pero que fue ella quien se marchó y ahora ese espacio lo ocupaba otra persona. Así es que le dije: “La quiero a ella”
   — ¿A ella?
  —  A ti, Sabina. No puedo decir que ella no me hiciera evocar momentos muy bonitos. ¡Teníamos poco más de veinte años! ¿No puedes comprenderlo?
  — No quiero comprenderlo, y ahora, si no te importa, me gustaría acabar de ver la película.
  —  Muy bien, yo me voy a la cama.
Cuando estaba a punto de salir de la habitación, ella volvió a preguntarle:
   — ¿Fue un beso con lengua?
   —  No —respondió él.
   — ¿Qué lastima! Hubiera preferido que hubiese sido con lengua.
   —  ¿Sabes lo que más me gusta de ti, Sabina?
Ella le miro, esperando la respuesta
  —  ¡Eres tan imprevisible! Juraría que cualquier mujer hubiese preferido la pequeña infidelidad de un beso tierno a la de uno de esos que tu denominas “con lengua”. Pero bueno, esta discusión es ridícula.
  — Los besos de Cary Grant son sin lengua –Agregó ella mientras seguía con la mirada fija en la pantalla.
  —  Buenas noches –dijo él.
  —  Por cierto, —dijo ella— ¿podrías mirar mañana lo de la conexión del equipo de música?
  —   No te preocupes, mañana lo arreglo sin falta.
 ¿Sabes?... No tienes ni idea de las preferencias de una mujer en lo que se refiere a lo que tú calificas de pequeña infidelidad. Y además, yo no soy cualquier mujer.

Él se quedó mirándola un rato, sin comprender, hasta que, finalmente, antes de salir definitivamente de la habitación, le dijo:

   — Está bien, Sabina, ha quedado claro: la próxima vez será con lengua.

  

Cuando Sabina se quedó a solas en el salón, contemplando las últimas imágenes proyectadas en el televisor, se le humedecieron los ojos. Los mantuvo muy abiertos y en tensión. Con voz baja y muy despacio murmuró: “Te odio”. Al ver el fotograma the end impreso en la pantalla apagó el televisor. Se acercó hasta el equipo de música e intentó ponerlo en marcha, pero la conexión seguía fallando.

    — ¡Mierda! –dijo en voz baja a la par que le asestaba un golpe con el puño, a resueltas del cual se iluminó el piloto rojo de encendido. Bajo un fondo de clarinete de su concierto de Mozart preferido, cerró los ojos mientras un par de lágrimas se deslizaban por sus mejillas.  


jueves, 7 de mayo de 2015

Soñadores



Puerto de Alejandría.eg.worldmapz.com







A Gershom



Convinieron que aquella noche harían de la habitación del hotel un camarote de un barco a vapor que les llevaría a Alejandría. Se desplazarían como lo hacían los viajeros de comienzos del siglo pasado, sin medidas standard de equipaje, sin prisas por llegar a destino, con tiempo para ir preparándose para el atraque, para concebir el nuevo paisaje. Llevarían los trajes y corbatas de él, los vestidos, las joyas y los perfumes de ella, abrigos, chaquetas, sombreros, el zapatero y los libros de ambos, sin escatimar espacio, en compartimentos separados.

Cuando despertaron, poco antes del amanecer, y descorrieron la cortina, vieron a través del ojo de buey las primeras luces del puerto a lo lejos; avanzaban lentamente mientras escuchaban el confortable sonido de la sirena del barco acompañándoles a su paso por la bocana. Se fueron apagando las luces conforme el día iba abriendo. Y frente a ellos hizo su aparición la fachada del Hotel Cecil donde se alojarían durante un par de semanas. 


Esa primera noche harían su entrada en el Monty donde tomarían su primer cocktail de la temporada. Khalid les saludaría con su habitual entusiasmo y ella le entregaría una bolsa de papel a rayas con regalos para los niños. Él le haría una pequeña reverencia, mientras alargaba sus manos para alcanzar el ansiado tesoro, a la par que reproducía ese sempiterno gesto de simulado desinterés. 

Y luego transcurrirían los días en los que recorrerían la Corniche, se detendrían ante el fuerte Qaitbey
 donde imaginarían la presencia del faro que nunca verían. Se perderían por el entramado de callejuelas para detenerse en los cafés decrépitos, y pasarían una y otra vez por la inevitable Sharia Salah Salem. Ella compraría algunos metros de tela para tapizar las sillas del salón y en uno de esos días, al sentarse en ellas tendría un pequeño acceso de nostalgia. 

Una tarde harían la visita a la casa de Constantino Petrou en el número 4 de Sharm el-Sheik, para 
tomar luego el té acompañado de una baklava en la pastelería Pastroudis La nueva biblioteca no era por entonces ni siquiera un proyecto: ellos estaban retrocediendo en el tiempo. 

Y aunque ambos odiaran sentirse turistas y tuvieran vocación de viajeros, llevarían siempre a mano la guía de  E.M. Forster sobre la ciudad. Seguirían los pasos de Durrell y su cuarteto y solo transcurridos unos cuantos días sería cuando él la llevaría al cementerio de Chatby donde se sentarían junto a la tumba del poeta
 tal como él le había prometido a Constantino que haría. Leería en voz alta el poema canónico dedicado a su amada ciudad, la que nunca abandonó. 

Tampoco
 se olvidarían de Alejandro, Hefestión ni Marco Antonio. Todos serían debidamente recordados. Pero el misterio de la ciudad seguiría intacto. El palacio de Cleopatra lo perpetuaba. Sumergido en las aguas azules de su costa se hallaban vastos recintos de columnas, esfinges, joyas, monedas...

Se encontraban en la ciudad perfecta para vivir un sueño, pura evocación. Por eso habían hecho de ella su destino. 






domingo, 22 de febrero de 2015

El chico bajo la lluvia



Ejercicio literario a partir del relato de Ernest Hemingway El gato bajo la lluvia






                                        
      



Eran los dos únicos americanos hospedados en aquel hotel. El resto lo componían unos cuantos turistas británicos, algunos franceses e italianos de la península. Era temporada baja. La habitación de ellos estaba en la primera planta, con vistas al mar y a la piazzetta: una plaza con soportales bordeados de palmeras y la iglesia gótica en el centro. Cuando hacía buen tiempo siempre había algún pintor con su caballete. A los pintores les gustaba el escenario que conformaban los pequeños hoteles, la luz de la isla reflejada en las vidrieras de la iglesia y el mar como telón de fondo. Pero hoy llovía. La lluvia goteaba de las palmeras y formaba charcos en los adoquines de piedra. El mar, embravecido, se confundía con la lluvia. Un camarero del restaurante del hotel contemplaba la piazzetta vacía.

La mujer americana miraba  a través de la ventana. Apenas podía distinguir los faraglioni, que quedaban ahora sumergidos en el oleaje. Justo debajo, un chico de poco más de doce años se acurrucaba contra un pilar del soportal que daba entrada al hotel.

“Voy a bajar a darle unas monedas a ese niño para que se tome un chocolate caliente en el café”.

“Vamos, Kit, no empieces. No querrás alimentar a todos los vagabundos de la isla,” dijo su marido desde la cama y sin mirarla.

“Vuelvo enseguida,” respondió ella mientras se ponía el abrigo y cogía un pequeño bolso de mano.

“Ten cuidado, no te mojes”, dijo él sin levantar la mirada de un cuadernillo de crucigramas.

Mientras bajaba la escalera, Kit se preguntaba cómo alguien podía poner tanto interés en un pasatiempos. Como si el tiempo hubiera que matarlo o hacer que transcurriera más aprisa. Confiaba en que el tiempo mejorara y pudieran hacer la visita a Segesta. Cuando atravesó el vestíbulo, el encargado del hotel, un hombre de unos cincuenta años, alto y robusto, y elegantemente trajeado, la saludó con una sonrisa.

         “¿No lleva paraguas, Signora?”, le dijo.

        “No pensé que fuera a necesitarlo aquí,” respondió ella.

Le gustaba aquel hombre: su amabilidad y discreción, a la par que sus continuas atenciones para con ella. Además le atraía su corpulencia y, sobre todo, sus manos: grandes, de dedos largos y uñas cuidadas.


Hotel Riviera en Rapallo (italia) en el que Hemingway situa la acción de El gato bajo la lluvia


Abrió la puerta y se asomó a la calle. Llovía con fuerza. Volvió a fijarse en aquel vestido rojo que llevaba una estilizada maniquí de cintura estrecha en el escaparate de la tienda de enfrente, junto al café. Ahora, conforme se iba encapotando el cielo, destacaba aún más aquella mancha roja, acaparando su atención. El chico había desaparecido del soportal. Pensó que no debía haberse ido muy lejos debido a la fuerte lluvia. Se subió las solapas del abrigo y estaba buscando algo en el bolso cuando vio que un paraguas se abría tras ella. Era la chica que limpiaba las habitaciones, enviada por el encargado del hotel.

      “Vamos, cúbrase”, le dijo.

      “Gracias”, respondió ella. “¿No habrá visto usted a un niño que estaba antes por aquí?”, le preguntó.

   “¿Un niño?”, respondió sorprendida la criada. “¿Con este tiempo? Vamos, entre, se va a poner perdida”, añadió.

“Me hubiera gustado invitarle a un chocolate caliente. Parecía estar aterido de frío y no tener a donde ir”, respondió ella, mientras seguía mirando en dirección al café.

Volvió a posar la mirada en el escaparate de la tienda de al lado en el que resaltaba el vestido rojo ajustado.

“¿Le importa prestarme el paraguas unos minutos?”, preguntó la americana mientras se lo arrebataba de las manos sin dar tiempo a una respuesta. Luego salió precipitadamente en dirección al café. 

Porter seguía tumbado en la cama. Había dejado el cuadernillo de pasatiempos sobre la mesita de noche y fumaba un cigarrillo. Tenía la mirada fija en el techo. Daba grandes bocanadas  y exhalaba el humo formando anillos. Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la plaza casi vacía. Comenzaba a oscurecer, aunque todavía no sintió la necesidad de encender la lucecita de la mesita de noche. Cuando volvía hacia su cama se detuvo ante la cómoda. Abrió el joyero de viaje de Kit y cogió un desgastado broche de carey con incrustaciones en plata que representaba a un angel. Se lo había comprado en París, en uno de los primeros viajes que habían hecho juntos a Europa. El cierre estaba roto y no encajaba bien. Se miró en el espejo. Necesitaba un afeitado y una ducha. Llevaba un par de días sin apenas salir del hotel. Bostezó y volvió a tumbarse en la cama.  

La mujer americana, tras devolverle el paraguas, intercambiaba ahora unas palabras con el encargado del hotel. Llevaba una bolsa de plástico colgando de su muñeca. Se arregló el flequillo y se pasó la mano por la nuca, desnuda y fría. Echó de menos su antigua melena, que la protegía durante el invierno y le daba un aspecto más femenino. Aquel hombre, no sabía muy bien por qué, le infundía una extraña sensación, la de hacerla sentir como una niña y mujer a la vez. Intercambiaron una sonrisa. Mientras subía la escalera sintió una leve punzada en la parte baja del vientre. 

Fabio Hurtado. El deseo (2009) óleo 130 x 89 cms


Kit abrió la puerta de su habitación. Apenas podía ver algo. Pensó que Port habría salido a comprar tabaco. Entró en el baño y se puso el vestido rojo de cintura estrecha que acababa de comprar. Le quedaba perfecto, a excepción del escote, que se le abría un poco y dejaba mostrar el nacimiento del pecho.  Se arregló el pelo, se maquilló los ojos y dio un toque de carmín a sus labios, intentando que parecieran un poco más gruesos. Iba a pedirle a Porter que la llevara a cenar a alguna de las trattorias que había en el paseo marítimo, que se llenaba de pequeñas luces procedentes de las velas que había sobre las mesas. Se acordó del chico que había visto antes protegiéndose de la lluvia y se preguntó dónde estaría. 

Salió del baño y encendió la luz de la cómoda.  Se sentó frente al espejo y se miró en él. Frotó los labios para distribuir mejor el carmín y luego se puso unas gotas de perfume. Abrió su joyero de viaje y rebuscó en el interior hasta encontrar el broche que Porter le había regalado unos años atrás. Lo había visto en un escaparate de una tienda de París, en el primer viaje que habían hecho juntos después de casarse, y se había encaprichado de él. No es que fuera muy valioso, pero le tenía un cariño especial, y siempre lo llevaba con ella. Hacía tiempo que no se lo ponía. Enganchó las dos partes del escote en un intento por cerrarlo un poco. Estaba demasiado subido, así es que volvió a sacar la aguja del cierre y lo enganchó un poco más abajo, lo justo para cubrir el nacimiento de sus senos. Lo engarzó como pudo ya que el cierre no estaba en muy buen estado. Se contempló el rostro detenidamente y por primera vez desde que había entrado en la habitación reparó en la cama.

Porter dormía profundamente. Se acercó hasta él y se sentó en su lado de la cama mientras lo contemplaba. Tenía el pelo alborotado, no se había afeitado y llevaba la misma camiseta de los dos últimos días. Se acababa de encender la farola que había justo debajo de su habitación. Se levantó de la cama y cogió su bolso. Tomaría algo en el restaurante del hotel, pensó. 


Fabio Hurtado. Ensueño II (2013) 48 x 58 cms pastel. 









El encargado le salió al paso apenas la vio bajar la escalera. Cuando la americana le dijo que su marido dormía y que iba a cenar algo ligero en el hotel, se le iluminaron los ojos y la acompañó hasta la puerta del restaurante. Le hizo una señal al maître y le dijo algo en voz baja. Este le condujo hasta una mesa junto a la ventana, desde la que podía verse el mar y las luces procedentes de los pintorescos locales del paseo marítimo. Ahora tan sólo lloviznaba. El encargado seguía allí, junto al maître, asegurándose de que todo estuviera en su sitio.

“Está usted piu bella, Signora”, le dijo mientras retiraba la silla para que la americana se acomodara. “¿Le apetece tomar algún aperitivo?”, le pregunto sin poder evitar posar los ojos en su escote. Ella estuvo a punto de denegar el ofrecimiento, pero cambió de idea y dijo tras dudar un instante: “Si, gracias, me tomaría un martini bianco”. Apenas dicho esto vio tras la ventana al chico, caminando con las manos en los bolsillos de la chaqueta, en dirección al café.

La americana se levantó de inmediato de la silla y salió por la puerta del restaurante que daba a la calle. Salió corriendo tras el muchacho mientras gritaba: 

         “¡Bambino, bambino!”

Llegó hasta el café, pero el chico había torcido una esquina y lo había perdido de vista una vez más. Volvía a llover con fuerza. Sintió una gota de agua caer en su pecho y entonces se dio cuenta de que había perdido su broche. Casi podían entreverse sus pezones rígidos bajo el agua de la lluvia. Corrió hacia el hotel y atravesó apresuradamente el vestíbulo. Subió la escalera y entró en la habitación.

El ambiente estaba cargado. Se quitó el vestido y se puso el camisón. Encendió la lamparita de la cómoda, para no molestar a Porter. Abrió la ventana. No se veía a nadie en la calle, y no paraba de llover. A través de una de las ventanas del edificio de enfrente vio a un hombre y a una mujer arrellanados en un sofá frente al televisor, cada uno en un extremo.  Entonces llamaron a la puerta. Kit la abrió y dio paso a la limpiadora. Traía su broche de carey con incrustaciones en plata representando a un angel.

“Disculpe, Signora”, dijo. “Un niño le entregó esto al padrone y me ha pedido que se lo trajera”.