jueves, 7 de mayo de 2015

Soñadores



Puerto de Alejandría.eg.worldmapz.com







A Gershom



Convinieron que aquella noche harían de la habitación del hotel un camarote de un barco a vapor que les llevaría a Alejandría. Se desplazarían como lo hacían los viajeros de comienzos del siglo pasado, sin medidas standard de equipaje, sin prisas por llegar a destino, con tiempo para ir preparándose para el atraque, para concebir el nuevo paisaje. Llevarían los trajes y corbatas de él, los vestidos, las joyas y los perfumes de ella, abrigos, chaquetas, sombreros, el zapatero y los libros de ambos, sin escatimar espacio, en compartimentos separados.

Cuando despertaron, poco antes del amanecer, y descorrieron la cortina, vieron a través del ojo de buey las primeras luces del puerto a lo lejos; avanzaban lentamente mientras escuchaban el confortable sonido de la sirena del barco acompañándoles a su paso por la bocana. Se fueron apagando las luces conforme el día iba abriendo. Y frente a ellos hizo su aparición la fachada del Hotel Cecil donde se alojarían durante un par de semanas. 


Esa primera noche harían su entrada en el Monty donde tomarían su primer cocktail de la temporada. Khalid les saludaría con su habitual entusiasmo y ella le entregaría una bolsa de papel a rayas con regalos para los niños. Él le haría una pequeña reverencia, mientras alargaba sus manos para alcanzar el ansiado tesoro, a la par que reproducía ese sempiterno gesto de simulado desinterés. 

Y luego transcurrirían los días en los que recorrerían la Corniche, se detendrían ante el fuerte Qaitbey
 donde imaginarían la presencia del faro que nunca verían. Se perderían por el entramado de callejuelas para detenerse en los cafés decrépitos, y pasarían una y otra vez por la inevitable Sharia Salah Salem. Ella compraría algunos metros de tela para tapizar las sillas del salón y en uno de esos días, al sentarse en ellas tendría un pequeño acceso de nostalgia. 

Una tarde harían la visita a la casa de Constantino Petrou en el número 4 de Sharm el-Sheik, para 
tomar luego el té acompañado de una baklava en la pastelería Pastroudis La nueva biblioteca no era por entonces ni siquiera un proyecto: ellos estaban retrocediendo en el tiempo. 

Y aunque ambos odiaran sentirse turistas y tuvieran vocación de viajeros, llevarían siempre a mano la guía de  E.M. Forster sobre la ciudad. Seguirían los pasos de Durrell y su cuarteto y solo transcurridos unos cuantos días sería cuando él la llevaría al cementerio de Chatby donde se sentarían junto a la tumba del poeta
 tal como él le había prometido a Constantino que haría. Leería en voz alta el poema canónico dedicado a su amada ciudad, la que nunca abandonó. 

Tampoco
 se olvidarían de Alejandro, Hefestión ni Marco Antonio. Todos serían debidamente recordados. Pero el misterio de la ciudad seguiría intacto. El palacio de Cleopatra lo perpetuaba. Sumergido en las aguas azules de su costa se hallaban vastos recintos de columnas, esfinges, joyas, monedas...

Se encontraban en la ciudad perfecta para vivir un sueño, pura evocación. Por eso habían hecho de ella su destino. 






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