Un mundo nace cuando dos se besan
Octavio Paz
Había
pasado la tarde buscando un regalo de aniversario para celebrar sus
cinco años de vida en común. Finalmente se había decidido por un
elegante jersey de marca que le pareció perfecto para él. Habían
procurado no limitar sus vidas a los amigos comunes, por lo que era
frecuente que salieran por separado y mantuvieran una cierta
independencia. Cuando llegó a casa, poco antes de la hora de
almorzar, escuchó un mensaje de él en el contestador comunicándole
que no le esperara para comer. A veces agradecía estos momentos en
casa para ella sola. Abrió un par de latas y disfrutó de una comida
improvisada. Pasó la tarde tumbada en el sofá, viendo una película
y devorando los restos de los dulces navideños, con constantes idas
y venidas a la cocina. Dormitó un poco y, cuando vio que ya había
oscurecido, miró extrañada a través de la ventana. No había
previsto una ausencia tan prolongada, por lo que comenzó a caer en
un estado de ociosidad, agravado por el hecho de que el reproductor
de música no funcionaba correctamente, algo que venía ocurriendo
desde hacía tiempo, al parecer debido a alguna mala conexión que él
había prometido solucionar ese mismo día. Aderezó el cordero que
pensaba cocinar para el día siguiente y que a él tanto le gustaba.
Si lo hacía con un día de antelación, la salsa cobraba más cuerpo
y el guiso intensificaba su sabor.
Eran
cerca de las doce de la noche, aunque ella ya había perdido la
noción del tiempo hipnotizada por la pantalla del televisor que
había vuelto a sumirla en el sueño. El sonido de la llave en la
cerradura y la posterior apertura de la puerta la despertaron.
— ¡Hola!
— ¡Hola!
–se incorporó en el sofá y miró confundida su reloj de
pulsera—. ¿Dónde has estado?
— Pues
resulta que me he encontrado con una amiga... —respondió dándole
un beso en la frente.
— ¿Qué
amiga? —encogió las piernas y las rodeó con los brazos mientras
esperaba una respuesta.
— ...
Paula—. Se quitó la chaqueta y se sentó en el sofá, a su lado,
y ligeramente vuelto hacia ella.
Ella
se levantó y fue a la cocina. Guardó la cacerola con el guiso en
el frigorífico. Examinó el contenido del interior, lo cerró y
luego se dirigió a uno de los armaritos de la cocina del que sacó
una bolsa de cacahuetes. Volvió al salón. Él miraba la pantalla
del televisor, concentrado en el avance del último telediario del
día.
— ¡Qué bien huele!
¿Has hecho cordero?
— Sí.
¿Hay algo que quieras contarme? —replicó ella mientras comenzaba
a comer cacahuetes.
— Bueno,
pues… me la encontré en el cajero automático que hay justo
enfrente de mi estudio...
— Pensé que vivía en
Bruselas...
— Vive allí pero su
madre está enferma y ha pedido unos días de permiso.
— ¿Habéis
estado juntos hasta ahora? —preguntó ella.
—Sí, hacía tanto
tiempo que no nos veíamos, y tenía tan mal aspecto que...
bueno..., me invitó a tomar una cerveza.
— Vaya, parece que la
cerveza se ha alargado un poco más de la cuenta....
— Sabina, no pretendo
ocultarte nada. Te diré exactamente lo que ocurrió...
— ¿Debo
preocuparme?
— No
empecemos, —le quito de la mano la bolsa de cacahuetes— déjalos
ya, sabes que no te sientan bien. Nunca te he ocultado nada...
— Bueno,
ya conoces mi lema: Dime la verdad pero hazlo con tacto.
— Sabina,
no saques las cosas de quicio, no ha pasado nada. Ya te he dicho que
me la encontré justo cuando salía del estudio. Al principio no la
reconocí, fue ella quien dijo “Hola”. Estaba tan cambiada...
— Ya. Bueno, si te
interesa mi opinión, no creo que el encuentro fuera producto del
azar.
— ¿Qué quieres
decir?
— Pues que ella fue a
buscarte premeditadamente, pero bueno, sigue...
— Ya
sabes cómo nos separamos; al parecer todo fue un malentendido.
— ¿Un
malentendido? —Volvió a coger la bolsa de cacahuetes— ¿Me estás
diciendo que después de siete años sin veros, descubrís que os
separasteis por un malentendido?
— Ya
te he dicho que estaba un poco desanimada, y me preguntó si tenía
tiempo para tomarme una cerveza. Comprenderás que no pude negarme.
Además, hemos hablado muchas veces de esto, Sabina. Uno no puede
huir de las cosas que le persiguen.
— ¿Me estás
queriendo decir que en todo este tiempo ella te ha estado
persiguiendo?
— Pues de alguna
manera sí; pero por favor, no te precipites en tus
conclusiones, aún no te he contado nada.
— Adelante –Sabina
dejó en la mesita de centro la bolsa de cacahuetes, cogió el mando
a distancia del televisor y bajó el volumen.
—Pues
nos fuimos a comer a El
Caballito de Mar
— ¿A
la playa? –preguntó con estupor.
— Hacía
un día estupendo y ella quería ir a un sitio tranquilo al aire
libre
—
¡Qué astuta!
— Me
di cuenta de que se encontraba muy sola, y era como si necesitara
asegurarse de algo.
— ¿De
qué? —preguntó Sabina.
—
Pues de quién había
dejado a quién.
— Tal
y como tu me lo contaste, ella se fue sin más, ¿no es así?
— Sí,
eso es lo que yo creía.
—
¿Y no fue así?
— Me
dijo que se había ido porque presentía que yo iba a dejarla y no
podía soportarlo.
— Ya,
bueno, ve al grano. ¿Lo hicisteis o no lo hicisteis?
—
No, no lo hicimos.
—
¿No lo hicisteis? No
esperarás que te crea.
— Entonces
¿por qué me lo preguntas? Sabina, no voy a decirte nada que no sea
verdad. Comimos y bebimos un poco, luego ella lió un cigarrillo.
—
¿Quieres decir un
canuto?
— Sí, eso es...
—
¿Fumaste hachís?
— ¡Por
Dios, Sabina, no soporto ese tono moralista! Sí, he fumado hachís.
¿Qué hay de malo en ello? ¿Es que tú nunca lo has hecho?
— Creía que hacía
tiempo que no lo hacíamos.
— ¿Qué
pasa? ¿Es que tengo que pedirte permiso para hacerlo?
— No
grites. No creo que a los vecinos les incumba si fumamos o no —Sabina
volvió a coger el mando del televisor y subió el volumen para
amortiguar sus voces.
— No
grito. Sencillamente estoy intentando contarte lo que ocurrió
exactamente y tú me regañas como si fuera un niño.
Transcurrieron unos
segundos. Los dos miraban la pantalla del televisor en la que
proyectaban una vieja película en blanco y negro
— ...Pero si tu coche
está estropeado... ¿Cómo habéis ido hasta allí?
— Fuimos
en el suyo. Cuando acabamos de comer y subimos al coche lió un
canuto, encendió el radiocasete y puso aquella cinta.
— ¿Qué
cinta?
— Bueno,
una cinta que solíamos escuchar. Ya sabes, algunos clásicos de los
ochenta.
— Ya,
¿alguna canción en particular?
— ¿Qué
importancia tiene eso?
— Simple
curiosidad —respondió abriendo las aletas de la nariz y mirando
la pantalla del televisor. Volvió a bajar el volumen y siguió con
la mirada fija en la pantalla, observando los gestos de Cary Grant.
—Luego nos dimos un
beso —continuó él.
Elliott Erwitt Kiss |
Ella
se levantó del sofá, fue a la cocina y sacó una tableta de
chocolate del armarito; partió un par de onzas y comenzó a
mordisquearlas. Luego se puso a fregar los cacharros que había en el
fregadero con brusquedad y haciendo mucho ruido. Cuando levantó la
vista lo vio en la puerta, mirándola.
— Sólo
fue un beso –dijo él.
— ¿De
verdad crees que soy tan gilipollas? ¿Sólo fue un beso? ¡No me
irás a decir ahora que fue ella quien te lo dio!
— Pues
no, nos lo dimos los dos, y fue un beso bonito y tierno...
—
Por favor, ahórrate
los detalles.
— Creí que querías
saberlo todo.
— Mira, —cerró el
grifo, se secó las manos en un paño y salió de la cocina en
dirección al salón— dime ya de una vez cómo acabó todo. ¿Lo
hicisteis, verdad?
— No, no lo hicimos
—le respondió.
— ¿Os besasteis y ahí
acabó todo? —Volvió a sentarse en el sofá, con las piernas
encogidas, los brazos cruzados, mirando a la pantalla del televisor.
— Nos
abrazamos, y luego ella propuso que nos tumbáramos un rato al sol.
Así es que bajamos del coche y extendimos una manta entre los
cañaverales.
—¿Llevaba una manta
en el coche? –preguntó incrédula.
— Pues sí, tenía
una...
—Y entonces.... lo
hicisteis, ¡admítelo de una vez!
—Sabina, te repito
que no lo hicimos.
— Pues resulta
bastante difícil de creer.
— En ese caso no tiene
sentido que te cuente nada más, si te vas a poner así...
— ¿Ponerme
así? El hombre con el que comparto mi vida desde hace cinco años me
dice que ha besado a su gran amor y... ¡Me reprochas que me ponga
así!
Él
volvió a subir el volumen del televisor para camuflar el elevado
tono de voz de ella.
— Tranquilízate,
Sabina. Para empezar, ella no es mi gran amor.
— ¿Por
qué la besaste?
— Necesitaba hacerlo.
Si no lo hubiera hecho habría estado pensando en lo mucho que me
hubiera gustado hacerlo y esa idea no dejaría de perseguirme. ¿No
puedes entenderlo, Sabina?
— Pues
no, no lo entiendo. Me parece una excusa absurda para justificar uno
de esos impulsos irrefrenables que los hombres parecéis tener tan a
menudo.
—
Oye, no te pases. No
creo haber tenido ningún impulso irrefrenable en estos cinco años
y, además, yo no he dicho que esto lo fuera. La besé sabiendo lo
que hacía.
Él
cogió un cojín del sofá y lo lanzó con desgana al sillón de al
lado. Se levantó y salió de la habitación. Ella permaneció
delante del televisor, arrancándose la cutícula de las uñas con
los dientes y mirando la pantalla de manera intermitente .Un primer
plano de Cary Grant besando a Ingrid Bergman retuvo su mirada. Él
volvió a entrar en el salón y se puso frente a ella, mirándola.
—¿Puedes apartarte a
un lado? Me gustaría ver a Cary Grant.
—Por favor, ¡No
frivolices!
—Quiero ver a Cary
Grant. ¿Te has fijado en qué bien besa?
—Odio cuando adoptas
esa postura.
—Me encanta cómo lo
hace, tiene tanta clase... Tú nunca me besas así, siempre utilizas
la lengua. ¿Fue un beso con lengua?
—No tengo nada más
que decir
—¿Por qué no
reconoces que lo hicisteis?
—¡NO LO HÍ-CI-MOS!,
¡JODER!
— Muy
bien, pasemos al capítulo siguiente: el beso, la manta, ¿y
luego...?
— Le
acaricié el pelo, volví a besarla, la abracé, nos tumbamos...
Estábamos escondidos entre los cañaverales y...
— Sigue.
— No pude hacerlo.
Estaba pensando en ti, en todos nuestros proyectos, en tu lunar...
— ¿Qué lunar?
— Ése que tienes en
la espalda.
—Y... ¿No lo
hicisteis?
—No
— ¿Y
ella?
— Me preguntó qué me
pasaba y luego me preguntó si quería que fuéramos a un hotel.
— ¡Qué hija puta! ¿Y fuisteis?
— No, guardamos la
manta y estuvimos caminando un rato por la playa, charlando.
— ¿De qué?
— De nosotros.
— ¿De vosotros?
— No, de ti y de
mí.
— ¿Qué le dijiste
de mí?
— Le dije que te
quería y que deseaba tener un hijo contigo. También le dije que lo
nuestro había sido muy bonito pero que fue ella quien se marchó y
ahora ese espacio lo ocupaba otra persona. Así es que le dije: “La
quiero a ella”
— ¿A ella?
— A
ti, Sabina. No puedo decir que ella no me hiciera evocar momentos muy
bonitos. ¡Teníamos poco más de veinte años! ¿No puedes
comprenderlo?
— No quiero
comprenderlo, y ahora, si no te importa, me gustaría acabar de ver
la película.
— Muy bien, yo me
voy a la cama.
Cuando
estaba a punto de salir de la habitación, ella volvió a
preguntarle:
— ¿Fue
un beso con lengua?
— No
—respondió él.
— ¿Qué
lastima! Hubiera preferido que hubiese sido con lengua.
— ¿Sabes
lo que más me gusta de ti, Sabina?
Ella
le miro, esperando la respuesta
— ¡Eres
tan imprevisible! Juraría que cualquier mujer hubiese preferido la
pequeña infidelidad de un beso tierno a la de uno de esos que tu
denominas “con lengua”. Pero bueno, esta discusión es ridícula.
— Los
besos de Cary Grant son sin lengua –Agregó ella mientras seguía
con la mirada fija en la pantalla.
— Buenas
noches –dijo él.
— Por
cierto, —dijo ella— ¿podrías mirar mañana lo de la conexión
del equipo de música?
— No te preocupes, mañana lo arreglo sin falta.
— ¿Sabes?... No tienes
ni idea de las preferencias de una mujer en lo que se refiere a lo
que tú calificas de pequeña infidelidad. Y además, yo no soy
cualquier mujer.
Él
se quedó mirándola un rato, sin comprender, hasta que, finalmente,
antes de salir definitivamente de la habitación, le dijo:
Cuando
Sabina se quedó a solas en el salón, contemplando las últimas
imágenes proyectadas en el televisor, se le humedecieron los ojos.
Los mantuvo muy abiertos y en tensión. Con voz baja y muy despacio
murmuró: “Te odio”. Al ver el fotograma the
end
impreso en la pantalla apagó el televisor. Se acercó hasta el
equipo de música e intentó ponerlo en marcha, pero la conexión
seguía fallando.
— ¡Mierda!
–dijo en voz baja a la par que le asestaba un golpe con el puño, a
resueltas del cual se iluminó el piloto rojo de encendido. Bajo un
fondo de clarinete de su concierto de Mozart preferido, cerró los
ojos mientras un par de lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
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