viernes, 14 de agosto de 2015

Negro sobre blanco



Escribir es como emprender una aventura, un viaje lleno de posibilidades y elecciones, en el que siempre pueden surgir imprevistos y de cuyo verdadero final el propio escritor debe sorprenderse, aunque viaje con brújula o con mapa. 

Sí, fumar perjudica seriamente la salud y se puede escribir igual sin hacerlo, pero ellos fumaban.





Este texto forma parte de un prólogo que escribí hace un par de años para una publicación en papel (sí, en papel) del Instituto Jándula de Andújar (Jaén) en la que recogen los relatos presentados a un concurso de creación literaria que celebran cada año y que va ya por su séptima edición. Enhorabuena a Jesús Vera y a todos los que colaboran con él para llevar a cabo este proyecto.



Leer y escribir, dos caras de la misma moneda; el ejercicio de la lectura solo es posible gracias a la creación del otro y el que escribe siempre lo hace para ser leído por alguien, aunque sea por uno mismo. Pero además, de alguna manera, estamos reescribiendo lo que leemos porque cuando se produce ese maravilloso milagro de la identificación (necesario e inevitable) solemos creer que lo que estamos leyendo ya lo habíamos pensado o sentido, la persona que lo ha escrito solo se nos ha adelantado o ha demostrado un mayor talento o lucidez para darle forma, sacarlo de las tinieblas de la mente y ponerlo por escrito. Y es que lo que escribimos ya existe en nosotros, sólo tenemos que descubrirlo.

Todas las personas podemos escribir de una manera creativa, y a escribir se aprende escribiendo: en una servilleta de papel, un recorte de periódico, un post-it, la agenda que llevamos encima, o en el margen de un libro. Son numerosísimas las citas de escritores ilustres sobre el oficio de escribir, pero tal vez la más elemental, que no simple, aunque parezca obvia, es aquella del poeta francés Stéphane Mallarmé: "Escribir es poner negro sobre blanco". El que lee se aferra al negro y el que escribe siente el vértigo del espacio vacío del blanco. Todos podemos impregnar de negro un trozo de papel, la pantalla de un ordenador, una tableta o cualquier otro dispositivo digital...

Las ideas y las emociones son evanescentes, tienden a disiparse con facilidad, y el modo más efectivo de hacer que perduren es ponerlas por escrito -tanto más ricas cuanto más puras-, recogerlas en ese primer estadio que garantiza su frescura y su carácter genuino. Y al decir esto, no pretendo soslayar el hecho irrefutable de que escribir es un arte, un acto que requiere de la organización en la expresión. Pero ese primer estadio en el que las emociones y las ideas afloran, y que son el germen de cualquier escrito, es valiosísimo. El primer borrador no debe someterse a la censura ni a norma alguna. Luego debemos organizar las palabras, las frases y los párrafos, podemos reinterpretarlos, jugar con ellos, adornarlos o desproveerlos de ornamentos y, necesariamente, someterlos a las reglas del estilo y la retórica.

No hay nada nuevo que decir, pero si hay algo único es el modo que cada uno tenemos de mirar el mundo y que al plasmarlo en la escritura tiene la capacidad de generar el efecto del descubrimiento de algo nuevo y, a la vez, paradójicamente, el del reconocimiento, al conseguir transmitir emociones que son universales a todos los seres humanos y que a veces solo se hacen conscientes durante el proceso de la lectura.

El noble oficio de la escritura nos permite diseñar mundos que sólo nosotros gobernamos y sobre los que podemos ejercer nuestro control, siempre que seamos fieles a las reglas del juego. Ese es el gran privilegio de la escritura, el que nos permite adentrarnos en nuestros mundos, explorarlos, materializarlos y compartirlos con el otro.



Amparo de Vega Redondo








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