Escribir es como emprender una aventura, un viaje lleno de posibilidades y elecciones, en el que siempre pueden surgir imprevistos y de cuyo verdadero final el propio escritor debe sorprenderse, aunque viaje con brújula o con mapa.
Sí, fumar perjudica seriamente la salud y se puede escribir igual sin hacerlo, pero ellos fumaban. |
Este texto forma parte de un prólogo que escribí hace un par de años para una publicación en papel (sí, en papel) del Instituto Jándula de Andújar (Jaén) en la que recogen los relatos presentados a un concurso de creación literaria que celebran cada año y que va ya por su séptima edición. Enhorabuena a Jesús Vera y a todos los que colaboran con él para llevar a cabo este proyecto.
Leer
y escribir, dos caras de la misma moneda; el ejercicio de la lectura
solo es posible gracias a la creación del otro y el que escribe
siempre lo hace para ser leído por alguien, aunque sea por uno
mismo. Pero además, de alguna manera, estamos reescribiendo lo
que leemos porque cuando se produce ese maravilloso milagro de la
identificación (necesario e inevitable) solemos creer que lo que
estamos leyendo ya lo habíamos pensado o sentido, la persona que lo
ha escrito solo se nos ha adelantado o ha demostrado un mayor talento
o lucidez para darle forma, sacarlo de las tinieblas de la mente y
ponerlo por escrito. Y es que lo que escribimos ya existe en
nosotros, sólo tenemos que descubrirlo.
Todas
las personas podemos escribir de una manera creativa, y a escribir se
aprende escribiendo: en una servilleta de papel, un recorte de
periódico, un post-it, la agenda que llevamos encima, o en el margen
de un libro. Son numerosísimas las citas de escritores ilustres
sobre el oficio de escribir, pero tal vez la más elemental, que no
simple, aunque parezca obvia, es aquella del poeta francés Stéphane
Mallarmé: "Escribir
es poner negro sobre blanco". El que lee se aferra al negro y el
que escribe siente el vértigo del espacio vacío del blanco. Todos
podemos impregnar de negro un trozo de papel, la pantalla de un
ordenador, una tableta o cualquier otro dispositivo digital...
Las
ideas y las emociones son evanescentes, tienden a disiparse con
facilidad, y el modo más efectivo de hacer que perduren es ponerlas
por escrito -tanto más ricas cuanto más puras-, recogerlas en ese
primer estadio que garantiza su frescura y su carácter genuino. Y al
decir esto, no pretendo soslayar el hecho irrefutable de que escribir es un arte, un acto que requiere de la organización en la expresión.
Pero ese primer estadio en el que las emociones y las ideas afloran,
y que son el germen de cualquier escrito, es valiosísimo. El primer
borrador no debe someterse a la censura ni a norma alguna. Luego
debemos organizar las palabras, las frases y los párrafos, podemos
reinterpretarlos, jugar con ellos, adornarlos o desproveerlos de
ornamentos y, necesariamente, someterlos a las reglas del estilo y la
retórica.
No
hay nada nuevo que decir, pero si hay algo único es el modo que cada
uno tenemos de mirar el mundo y que al plasmarlo en la escritura
tiene la capacidad de generar el efecto del descubrimiento de algo
nuevo y, a la vez, paradójicamente, el del reconocimiento, al
conseguir transmitir emociones que son universales a todos los seres
humanos y que a veces solo se hacen conscientes durante el proceso de
la lectura.
El
noble oficio de la escritura nos permite diseñar mundos que sólo
nosotros gobernamos y sobre los que podemos ejercer nuestro control,
siempre que seamos fieles a las reglas del juego. Ese es el gran
privilegio de la escritura, el que nos permite adentrarnos en
nuestros mundos, explorarlos, materializarlos y compartirlos con el
otro.
Amparo
de Vega Redondo
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