Alma gozaba de una buena reputación como restauradora en el Village, y nunca le faltaban encargos de particulares a los que algún cliente previo solía recomendar. Había pasado las dos últimas semanas visionando las escasas películas de la actriz que había podido conseguir, para intentar devolverle su mirada respetando al anónimo autor. También había hecho escapadas al MET el MOMA y el Guggenheim buscando retratos que le sirvieran de inspiración. Pero siempre desviaba sus pasos hacia las figuras de Picasso, Matisse o Hopper. Cuando veía que el vigilante de la sala se despistaba o conversaba con algún compañero, Alma aprovechaba para tocar los lienzos, sentir la textura y el trazo de la pintura.
Aún no le había enseñado el cuadro a Ed, quien por regla general no se mostraba muy interesado en los trabajos de Alma. “¿Por qué no dejas de arreglar los desperfectos de los otros y creas algo por ti misma?”, le había dicho en varias ocasiones. Sin embargo, Alma siempre aportaba algo personal a todos los trabajos que emprendía. Su única limitación era respetar al creador.
En los últimos días había visto “La Reina de Nueva York”, en la que una deliciosa y provinciana Lombard terminaba aceptando la farsa de hacerse pasar por una pobre mujer intoxicada por exposición al radio, enfermedad que la llevaría a la muerte. Un reportero, enamorado de ella, intentaba hacerla feliz en sus últimos días de vida en Manhattan. En una escena de la película, la actriz lucía un sencillo vestido negro, parecido al que llevaba la modelo del cuadro, con esa misma melena rubia de pelo ligeramente ondulado. Sin embargo, si el retrato representaba realmente a la Lombard, el pintor no había estado muy afortunado: no había conseguido captar su mirada ni su expresión. Era un buen cuadro que reflejaba un rostro inquietante y muy hermoso, pero no era el de la actriz.
Ed había terminado su segundo bourbon. Estaba arrellanado en el sillón, leyendo el suplemento literario, y Alma tenía ya la certeza de que, un vez más, Ed pospondría su eterna promesa de llevarla a aquel musical de Broadway con libreto de Bob Fosse que ella tanto deseaba ver. A Ed no le gustaba planificar las cosas con antelación, por lo que tendrían que conseguir entradas para ese mismo día en la oficina de Times Square. Eran pasadas las seis , y nada en la actitud de Ed denotaba que tuviera intención de salir de casa. Ni siquiera había levantado la mirada del periódico cuando Alma inició aquella melodía recurrente e indicativa de un estado nostálgico inespecífico. Tampoco lo hizo cuando ella se levantó y, al dirigirse a la ventana abierta de par en par, pasó por su lado casi rozándole la mano con el vuelo de su vestido y dejando tras de sí el rastro de su perfume, acentuado por el calor intenso del día. Alma suspiró profundamente, mientras se agarraba los brazos con las manos y miraba con el juicio suspendido los bloques de edificios que tenía enfrente. Su mirada perdida fue concentrándose en la fachada lateral de uno de los edificios más altos del barrio. En realidad no recordaba haber reparado en ella hasta ese momento, al menos en su contenido: estaba pintada recreando un paisaje urbano que, visto desde la distancia, se confundía con el conjunto.
Al día siguiente pensaba llevarle el cuadro a la Sra. Porter. Cogería el Waterway por la mañana y aprovecharía para pasar el día en Nueva Jersey con su amiga Doth. Adoraba su bello rostro afroamericano, la contundencia de sus facciones, la expresividad de sus ojos grandes y brillantes. Le encantaba estar con Doth, quien se había convertido en su musa. Alma comenzaba trazando su melena rizada color miel y luego completaba el boceto con cualquiera de las múltiples variantes que ofrecía su rostro.
Cuando Ed se levantó del sillón y se encerró en el despacho, Alma comprendió que era aquella una de esas tardes en las que necesitaba sentir la suave brisa del puente de Brooklyn a la caída de la tarde. Esperaría a que se encendieran las luces de la ciudad y comenzara a soplar un poco de aire fresco. La visión de Manhattan desde aquel puente al atardecer tenía un efecto balsámico en Alma. Solía llevarse su pequeña mochila, con un bloc de dibujo y carboncillos, paseaba durante unos minutos y luego se sentaba en uno de los bancos de alguno de los ensanchamientos del puente. Entonces veía pasar a los ciclistas que iban o venían y a los turistas que a veces le preguntaban con timidez si le importaba hacerles una foto. A Alma no sólo no le importaba, sino que disfrutaba haciéndolo. Miraba a través del visor e intentaba sacar lo mejor de aquellos rostros que se esforzaban por esbozar una sonrisa contra el horizonte del skyline neoyorquino en ese momento mágico en el que la isla comenzaba a llenarse de puntos de luz. Invariablemente acababa sacando su cuaderno y dibujaba un rostro hecho de fragmentos de todos los que había visto pasar. Pero esa tarde Alma iba ligera de equipaje. Tan sólo un pequeño bolso de mano, y sus manoletinas a juego con el vestido, que aumentaban la agilidad de su paso. Suspendida en el puente, y apoyada en la baranda, recordó a Carole Lombard en aquel velero navegando feliz las aguas del East River junto a Frederic March, fingiendo exprimir sus últimas horas de vida. El cuadro ya estaría seco. Cuando llegara a casa lo envolvería en papel burbuja. Confiaba en que la Sra. Porter quedara satisfecha con el resultado. Por supuesto no pensaba decirle que aquella mujer no era Carole Lombard.
Comenzaba a oscurecer y Alma sintió frío en la espalda. Decidió coger el metro hasta Broadway. Necesitaba confundirse entre la multitud y el clamor de la noche de viernes. Se dirigió al teatro Ambassador. Finalizada la función, un grupo de espectadores aguardaba, con el programa de mano visible, a que salieran los actores con la esperanza de conseguir un autógrafo. La semana próxima compraría dos entradas e iría con Doth a disfrutar de aquel musical. Fue hasta Times Square. Por encima de las luces de neón, que la hicieron reparar de nuevo en su pequeña mancha que ahora oscilaba de color por el efecto de los haces de luz, y el paisaje de fondo hecho de atractivos escaparates, tenderetes, músicos callejeros, lunáticos y gente corriente, sobresalían para Alma la multitud diversa de rostros con los que se cruzaba su mirada que, a diferencia de la de la mayoría de los neoyorquinos, sí que se detenía en el otro. Almacenaba todas las facciones y gestos que tenían cabida en su memoria. Luego, en sus momentos de ocio no compartidos dibujaba rostros que iban a parar a una carpeta que Ed jamás había visto.
Entró en un deli y compró una porción de tarta de zanahoria. La fue saboreando a pequeños trozos mientras paseaba su menuda figura entre el bullicio de la gran ciudad, como una ligera mancha roja que se desplazara al ritmo de la brisa. Entonces reparó en su pelo. Se quitó el lápiz que recogía su melena lacia en un moño y lo dejó suelto. Aunque careciera de la exhuberancia de Doth y el magnetismo de Carole Lombard, en momentos como aquellos Alma se sentía la reina de Nueva York, aún cuando la mirada del otro tan sólo pudiera verla como un alma perdida en Manhattan.